Hace mucho, mucho tiempo que tengo asumido que el equinoccio de otoño es una fiesta olvidada.
Si bien es cierto que casi todo el mundo sigue la rueda del año, tan popularizada por la Wicca pero tan extendida a otras tradiciones y no tradiciones en virtud de que genera una estructura y un ritmo constante, también es cierto que no tenemos una idea clara de este momento en nuestro imaginario popular. Y por eso se vuelve una fiesta muy fácil de pasar por alto. También lo es la anterior, ambas mentalmente "comidas" por las fiestas que les rodean y por la dinámica de la vida moderna.
Nuestra festividad de agosto se ve aplastada por el calor, la ausencia y la resaca del solsticio de verano, mientras que en septiembre se nos come la vuelta la cole y a las rutinas y la cercanía de un cada vez más popular Halloween.
Además tenemos que sumarle la falta de conciencia de otoño.
Escribo esto a las diez de la mañana, con el cielo despejado y sin gota de viento y una temperatura de 24 grados. Cualquiera diría que es tiempo estival. A menos, claro está, que este acostumbrado a vivir en la zona en la que vivo yo y con la conciencia que tengo de lo que es realmente el otoño.
Otoño no significa frío, lluvia y hojas secas. Otoño significa decadencia, atardecer, madurez.
Y no... para mí no empieza en septiembre. Para mi el otoño entra en agosto, con el (valga la redundancia) agostamiento de los campos, y acaba al final de octubre. Durante ese período la naturaleza va dando avisos: the end is near.
Últimos frutos. Últimas cosechas... Tiempo de pensar en almacenar.
Reconozco que a nivel folclórico es, sin duda, la fiesta más cogida con pinzas. Es una época demasiado atareada como para que haya grandes festivales de fuego, demasiado centrada en la labor para historias épicas...
En estas épocas mi familia hacía conservas.
En el pueblo, las familias grandes (la mía lo era) se reunían para hacer las cosas juntas. Las vecinas amigas también. En algunos sitios empiezan las matanzas. Y en este pueblo se vigila con empeño la avellana, porque está para coger de un momento a otro.
En el país vasco a este arrimar el hombro se le llama auzolan (trabajo vecinal). El auzolan se aplica a obras comunes como acequias, y también a la tendencia a juntarse todos para los trabajos más pesados del campo como el layado de la tierra. Pero la matanza o la ardua tarea de conservar los alimentos (embotados, encurtidos, mermeladas y otros preparados) también entrarían en esta categoría.
Llevo años intentando que esta idea cale en la comunidad: no todas las festividades están ligadas a una gran fiesta folclórica, algunas solo lo están al calendario agrario, y eso es bueno.
Septiembre y octubre son meses para trabajar, para cerrar cosas, para empezar cosas, para tener empeños. Y eso es bueno.
Personalmente, estoy inmersa en mi propio auzolan. O al menos en mi modo de ayudar a la comunidad que tengo alrededor. Esta semana ha empezado el colegio después de una de las ausencias más largas de lo que llevamos de siglo. Y la gente a mi alrededor, otras madres y abuelas, tienen necesidades que yo puedo ayudar a paliar. Un escrito aquí, un papel allá, una presentación electrónica acullá. Cosas pequeñas que no representan una molestia pero sí que ayudan a unir a la gente. Porque es el momento de llenar la cesta, pero de llenarla con muchas manos, cada una aportando lo que puede. Y, dentro de unos meses, en esa misma red de solidaridad en el trabajo que tenemos ahora, haremos redistribución. Pero esa es otra historia, y será contada en otra ocasión